Ah, cabrona.
Se despierta a las seis de la mañana. Se quita su pijama para ponerse un pantalón, un suéter y un chaleco. No usa tenis, lleva zapatos Flexi, porque según ella, son más cómodos. Camina hasta la iglesia, porque el doctor le recomendó hacer ejercicio. Reza por sus siete hermanos, por sus tres hijos, por sus ocho nietos. De regreso pasa al tianguis a comprar tomates. Cuando llega a casa se da cuenta que tomó una bolsa que no era de ella. Se ríe. Se da la vuelta y, bajo los rayos del sol, emprende el mismo camino para regresarla. Yo también me río, “ay, abue”.
A veces me enojo con ella. Llevamos el mismo nombre, pero tenemos ideas muy distintas. “Comes como hombre”, me dice. Yo refunfuño, las mujeres también podemos comer mucho, comer muy rápido. Luego me pregunta por el novio que no tengo. “Es que ya quiero tener bisnietos”. De nuevo estallo, apenas tengo veintidós, aunque creo que en realidad el enojo es conmigo misma. El amor no se inventó para mi. Para ella sí. Lo encontró a los veinte y lo vio morir a los 53.
La casa en donde ella nació (un pueblito de Puebla llamado San José Tilapa), es muy grande, al igual que la familia. La diseñó un arquitecto, mi tío Carlos (el hermano más chico de mi abuela), hace varios años. Antes era de lámina. Eran muy pobres y eran muchos, por eso mi abue no pudo concluir la primaria. Se quedó en cuarto.Sin embargo, no tuvo ningún impedimento para divertirse. Fue muy fiestera. No me la imagino bailando, porque ahora ya no lo hace, pero dice que le encantaba. Tuvo muchos novios, “más que mis hermanas”, me cuenta.
Imagino que debió estar realmente enamorada para casarse. Lo hizo a los 20 años con un ingeniero de nombre René, al que había conocido a los 16 por medio de mi bisabuelo. Se la llevó a vivir a su pueblo: Vicente Camalote, ubicado en Oaxaca. Él ya había adquirido una casa, muy grande por cierto, para que pudieran vivir bien.
“Nunca sufrimos carencias, tu abuelo siempre fue muy trabajador. Cuando había que doblar turno en el ingenio, lo hacía. Podían pasar días y yo no lo veía, sólo me mandaban la canasta para que le pusiera su comida. Llegaba borracho, eso sí, pero nunca nos peleamos porque yo jamás le reclamé nada, ni siquiera le contestaba. Creo que es porque mi mamá era muy celosa y siempre peleaba con mi papá, hasta que él se hartaba y le pegaba. Entonces yo tenía que correr hasta la casa de mi abuela para que ella llegara a golpearlo con un garrote para que se calmara. «El día que yo me case no voy a ser así. No quiero que me vaya igual que a mamá», pensaba”. El cambio generacional es increíble. Si esto que me cuenta hubiera pasado en estos tiempos, quizá mi bisabuelo estaría exhibido en Facebook.
Mi mamá algunas veces bromea con ella, le recuerda cuando “se peleó” con una amante de mi abuelo. Doña Margith se apena, le da vergüenza. Mis hermanas y yo nos emocionamos, pensamos que en la historia puede haber jalones de cabello, sin embargo ella dice que sólo hubo un intercambio de palabras y la novia de mi abuelo fue la que empezó, ¿así qué chiste?
Al año de casados, nació su primer hijo, Edgar. Después vino mi mamá, Alejandra. Ambos nacieron en su casa, con ayuda de una partera. “No había seguro social, ni hospitales. Iba a la casa una disque enfermera del ingenio, que ya nada más porque sabía inyectar pensaba que podía ayudar a parir”.
El tercer hijo, el princeso (como ella le dice por ser el consentido), nació en un hospital de Tehuacán, Puebla.
“A pesar de tener más mujeres, a pesar de ser un borracho, sé que tu abuelo me quería. Cuando René iba a nacer,él me fue a dejar hasta el hospital. Si no me hubiera querido ahí me hubiera dejado, pero no. Un día después del nacimiento del bebé, regresó por nosotros. Si salía a pasear, aunque fuera con alguna novia, nos llevaba ropa. El refrigerador siempre estaba lleno de chocolates para él y para los chamacos. Teníamos varias motos. Fuimos la primer familia en tener televisión a color en el pueblo. Por eso no le guardo ningún rencor, no nos faltaba nada”.
Mi abuelita lleva 15 años viviendo con nosotros en Ixtapaluca. Se vino a cuidarnos mientras mi mamá terminaba el posgrado. En todo este tiempo la he visto llorar muy pocas veces. Creo que hasta las puedo contar con los dedos de una mano.
“El otro mes, el 21 de marzo, se cumplen veinte años del fallecimiento de tu abuelo. Le dio cirrosis. Murió en la casa, en el cuarto de en medio. Lo internaron en Córdoba, pero ya estaba muy malo, así que lo regresaron. Sus hermanas y yo lo cuidábamos, porque los chamacos ya no vivían con nosotros. Ya no se levantaba de la cama, sólo me miraba y se reía «ah, cabrona, me ganaste. Vas a vivir más que yo».
Después dejó de hablar, cayó como en coma. Nos dijeron que ya era cuestión de días, que ya no le diéramos de comer, porque él ya no podía. A veces nos parábamos temprano y le intentábamos dar jugo de naranja, pero nada. No hablaba ni se movía. Sólo nos escuchaba. Según el doctor, aún podía hacerlo. Entonces le rezábamos. Yo le hablaba «tú vete tranquilo, tus hijos y yo vamos a estar bien, tus hermanos, tu familia». En el patio de la casa estaban tus tíos. Esperaban. Un día nublado lo vimos dar un suspiro. Entonces supimos que se había ido”.
Mi mamá cuenta que en el funeral, mi abuelita no hacía ruido. No hablaba con nadie, no gritaba. Sólo se podían apreciar las lágrimas rodando por sus mejillas.
Creo que a ella le gusta que la vean y la recuerden feliz. Que la escuchen reír y platicar. Le gusta ver a su familia, cuidarla. Ahora se ha pasado la vida viajando. Varias veces al año va a visitar a su hijo mayor, en Tamaulipas, y ni se diga al menor “el princeso”, que vive en Puebla. También tiene familia en la Ciudad de México, en Tlaxcala, Coahuila, Veracruz, Tabasco. Siempre que se va, sufrimos. Nadie más en esta casa sabe cocinar. Mi mamá sólo nos da de comer pollo y a mi no me queda ni el huevo con jamón. Conservamos el teléfono de casa por ella. Le llaman y ella llama todo el tiempo. Sé que es feliz, pero sé que constantemente piensa en mi abuelo. Sueña mucho con él.Pero ah, cabrona. Ella le ganó.